VICTORIA Y ANEXAS
Por Ambrocio López Gutiérrez
Nuestros muertos nos visitan
Nació en el rancho El Pachón, hoy ejido Praxedis Gurrero, en el municipio de Antiguo Morelos; muy joven se casó y se trasladó a la cabecera municipal de Nuevo Morelos donde, según ella, fue muy feliz; por razones del trabajo del marido se fue con todo e hijos al rancho El Estribo, en el actual municipio de El Naranjo (SLP) donde también estaba contenta, según la recuerdo regando las plantas en un hermoso huerto donde encontrabas desde una suculenta pagua hasta un soberbio tulipán. Mi abuela Aurora era tan ahorrativa que podía recorrer la única calle naranjense con tal de conseguir un descuento de cinco centavos. Uno de los mejores recuerdos de mi niñez me lleva con frecuencia a la tienda de Bonifacio Chávez, Don Pacho, como le decía Mamá Lola.
Yo tenía unos cuatro o cinco años y era muy feliz cuando el hombre rico del pueblo le ordenaba a uno de sus empleados que me dieran un refresco, una coca chiquita que yo disfrutaba en pequeños sorbos mientras duraba el regateo. Mi mamá grande era una india huasteca atrabancada que no se detenía para llamar viejo ratero al rico del pueblo cuando consideraba que los precios eran muy altos. Con su bolsa llena del mandado de la semana, cuidando a su nieto consentido, doña Aurora desandaba la carretera hacia el lugar donde esperaríamos a La Petaca (así le decíamos al desvencijado camión que nos llevaría al rancho), pero antes me ordenaba que me asomara por las rendijas del Chichevazo, la cantina donde su marido disfrutaba de unas coronas bien heladas para recuperar la alegría después de una semana como jornalero de los Pasquel.
Mi abuelo Juan nació en Nuevo Morelos, casi no fue a la escuela; cuando se casó su mujer quiso enseñarlo a leer, pero era de cabeza dura como él mismo decía, sin embargo, por insistencia de mi abuela aprendió a dibujar su nombre que garabateaba en la lista de raya frente al administrador de El Estribo quien le entregaba su sobre semanal con los 36 pesos que sumaban seis jornadas chapoleando, podando árboles, reparando corrales o haciendo labores diversas en la Casa Grande. Don Juan Gutiérrez fue famoso por su bondad; ya entrado en años y con problemas en una pierna, sus patrones decidieron que fuera cabo de la cuadrilla de jornaleros a quienes trataba casi como familia. En casa era tosco para hablar, pero cuando había controversias era frecuente ver lágrimas en sus ojos. Sus nietos (algunos cincuentones o sesentones) lo seguimos amando pues, ya pensionado, cada sábado repartía monedas entre sus numerosos descendientes.
Mi tío Modesto fue chofer casi toda su vida; era un hombre muy fuerte ya que, en el patio de su casa tenía pesas que utilizaba con frecuencia; era capaz de levantar objetos muy pesados. Viví más de cuatro años con él y con la tía Carmela; ambos me alimentaron como si fuera su hijo, fueron mis tutores, me enviaron a la escuela. Como soy huérfano de padre, viví con varios familiares y estuve en cuatro primarias: Emiliano Zapata (Ejido El Sabinito), Doña Carmen (Rancho El Estribo), Miguel Hidalgo (Nuevo Morelos) y Carlos Osuna (El Naranjo). Una de mis estancias más placenteras fue en casa de Modesto y Carmela en El Naranjo donde mis primos Efraín, Patricio, Modesto, Edilverto, Juan, Israel, Alejandro, Irma, Olivia, Lourdes y otros, eran y siguen siendo como mis hermanos con quienes a veces me encuentro para recordar las comidas deliciosas que elaboraba con sus mágicas manos la tía Carmela cuya obsesión era dar de comer.
Gabriel nació en Santa María del Oro, Jalisco; muy joven emigró a California, recorrió los Estados Unidos y con sus hijos, producto de un primer matrimonio, se estableció en el valle de Texas. Después se casó con mi madre y la llevó a vivir a los Estados Unidos junto a mi hermano Alfredo. Gabriel fue mi padrastro casi cincuenta años; todas esas décadas nos dieron muchas oportunidades de platicar porque fue un charlista muy generoso. Cuando me divorcié, mi padre adoptivo me acompañó muchas horas platicando y en silencio. Fue mi cómplice cuando le dije que me volvería a casar. Me acompañó y, después de la boda religiosa en Ciudad del Maíz, le dijo a mi compañera: tú sabes que yo no soy el padre verdadero de Ambrocio pero quiero ser tu suegro y selló su dicho entregándole una botella de una bebida suave de marca irlandesa.
Tatiana nació en Reynosa, pero desde niña vivió en Victoria donde se convirtió en una de las consentidas de sus abuelos Joaquina y Nicolás. Desde muy pequeña fue sonriente y, aunque en la adolescencia fue voluntariosa, podía enojarse, pero en poco tiempo regresaba con su sonrisa que era el mejor instrumento de reconciliación. Mi hija Tatiana Zorayda apenas pasaba de treinta años de edad cuando le diagnosticaron cáncer de mama. No tocaré aquí temas que ya abordé en otros textos, ahora quiero referirme a sus tres visitas que me permitieron comprobar que nuestros difuntos regresan a visitarnos para decirnos que no están mal y mitigar un poco el frío de la ausencia.
Tati, como le dicen aun sus hermanas, falleció hace nueve años dejando un enorme vacío entre sus seres queridos, especialmente la siguen extrañando sus hijos Regina y Jesús Adrián; sus hermanas Francia, Haydee y Libia; por supuesto, también sus padres. Me considero afortunado porque durante la ausencia terrenal de mi hija recibí tres visitas; en mis sueños la vi en el extremo de una mesa muy larga durante una comida con mucha gente. Yo la veía radiante feliz y le gritaba desde mi lejana posición en la larga mesa que me dijera cómo estaba, cómo se sentía; en los tres sueños ella me respondía: papá yo estoy muy bien, no te preocupes. En mi escritorio tengo una foto con su eterna sonrisa.
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